jueves, marzo 6

casa de Lúculo


Yo, hasta hace algún tiempo, era un hombre más delgado; hoy -cuando me siento en el transporte público y observo la barriga- me encuentro algo orondo, acaso un poco grueso, como hinchado. Me digo que antes tenía un apetito menor, y también que serán los años, que empezarían a fundamentarse sobre estas razones, digamos, de peso; entre otras peores.

Deduzco que ahora como más por el placer que he descubierto en la gastronomía, pura delicia. En este sentido he observado que, en la mesa, me gusta cuidarme con los detalles: un algo de aperitivo o entrante, pan con unas lagrimillas de aceite de oliva recién me siento a la mesa, vino tinto servido de a poquitos, una ensalada acompañando, un vaso de agua fresca entre un plato y el siguiente, arrastrar las migas hasta el borde de la mesa y volcarlas para que acompañen el plato principal, fruta fresca, café con un poco de leche, algo dulce para acompañarlo, otro poco de fumar: estas son las cosas que ahora aprecio al sentarme a la mesa.

Pero yo quisiera hablar del abultamiento: recorre la barriga y anoto cómo se ha ido depositando todo en la tripa, en forma de un pequeño flotador, y quizás también, no lo sé, en la sobarba. Estos kilos a mi me han sorprendido mucho, pues yo, siendo un niño, era delgadísimo: lo era tanto que la gente tenía un cierto recato a la hora de mirarme por las piscinas o en la costa, pues era todo hueso, e incluso tuve que tomar unas gotas para ganar kilos, un remedio que recetó el pediatra, quien sin duda era un hombre algo preocupado por aquella delgadez, siendo él tan gordo. Creo que o no funcionaron, o su efecto tiene un cierto retardo.

He estado, pues, pensando en los inicios de esta ligera hinchazón. He llegado hasta un trabajo que tuve hace un tiempo. Era un trabajo que hubo que aceptar (por las circunstancias de entonces), y que consistía en tareas muy aburridas o repetitivas: abría el correo postal y me encargaba de las facturas. Este sitio era tremendo: además de no gustarme nada tenía que quedarme a mediodía, pues el horario así lo requería. En aquella empresa ofrecían un servicio de comedor donde se comía fatal, era horrible: la cocina estaba al cargo de una mujer de aúpa, una mujer plúmbea y desagradable. Por tanto nadie se atrevía nunca a decirle nada en el sentido de mejorar la calidad de esos platos tan pobres en todo, siempre grasos e insípidos, con unas salsas que atoraban, y la gente iba pasando mientras allí se seguía comiendo de cualquier manera. Hace poco llamé para preguntar cómo les iban las cosas, y de paso saber cómo siguen los guisos: por allí siguen comiendo muy mal.

Y pasando por estos recuerdos de entonces se llega hasta el otro día. Yo tengo un compañero de trabajo que, según nos cuenta con insistencia, siempre ha sido gordo. En fin, yo la gordura no se la acabo de vislumbrar; pero en cualquier caso es un hombre que se ha vuelto esforzadísimo en este sentido, pues consciente de sus kilos sobrantes se está imponiendo unos ejercicios y dietas muy trabajosos, y que al parecer le están yendo muy bien para lo suyo. Así, cuando llega la hora del refrigerio a veces salimos a comer por algún sitio cercano, y en tropel fuimos el otro día a un sitio que mi amigo del trabajo nos sugirió. Enseguida llegamos. Al alcanzarnos el camarero los menús con los distintos platos, observé unas cifras al margen de cada uno. Yo pregunté a mi amigo qué eran estos números, y resultaron ser el número de calorías de cada unos de los platos: una ensalada, tantas calorías, un sándwich otras tantas, la pieza de fruta con sus calorías correspondientes, así hasta el agua, que al parecer no tiene aporte calórico alguno.

Se comprenderá que no supe muy bien qué pensar sobre aquel lugar, donde en cualquier caso yo comí muy mal.

Y los días van pasando: espero que estéis bien.

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