martes, diciembre 4

O en una ciudad cualquiera


Tengo un amigo que, siendo del norte, adora Aragón y muy especialmente Zaragoza. Encuentra encantadores no sólo a sus habitantes, sino también y especialmente a su conjunto arquitectónico, sus calles y los paseos que éstas proponen. Efectivamente hemos coincidido y hablado en Zaragoza sobre esa pasión, y este amigo se entusiasma y nos hace partícipes del amor a los que compartimos con él un café en algún bar de esa ciudad. Hace poco nos dejaba esto: "(...) de lo fácil que es, de lo agradable de sus paseos, de su vida. De que Zaragoza es andar por casa en la calle".

Creo que una parte del amor y el cariño tienen un origen sentimental, aunque esto estaría por confirmar. Aun así, me aventuro a intuir que este amigo recibió lecciones vitales de su educación sentimental en Zaragoza.

Los amigos tienen poder: se les escucha con atención, pues uno cree ver en ellos una parte nada desdeñable de sí mismo, de cómo se ha llegado a ser la persona que se es. Suelen utilizar este poder, con fines muy cristianos o muy caritativos: la ayuda al otro: es el amigo. Siempre he desconfiado del que se define muy amigo de sus amigos: ¡sólo faltaría tratar a los amigos como al que uno se cruza por las mañanas en el rellano! En cualquier caso, y más que haber estado acompañándonos en el camino, los amigos han sido el camino. Así, y sentencias a lo P.Coelho al margen, este amigo me ha empujado a pensar en Zaragoza.Y a mi, Zaragoza, ni fú ni fá: es como el que se compra un piso y no le convence, por no haberlo elegido en persona.

Y esto es atípicamente anti-español en mí: el español medio adora su pueblo o su ciudad. La región, el país y la nación podrán esperar, ¡pero la ciudad!

Quizá este ligero desarraigo es el que me permite a sentirme bien allá donde voy, y también por donde estoy de paso; como ahora: llevo un par de horas en Arequipa, adonde hemos llegado de madrugada. El avión y su desvelo no invitaban a echar una cabezada, así que he paseado por una ciudad que no conocía a primera hora del día; y lo de simpre: ¡una delicia! ¡Como en casa!

Y después del paseo, al abrir mi inbox, leo que mi amigo me escribe, entre otras cosas, esto:
"En Zaragoza, si se puede decir así, he sido muy feliz."

No hacía falta escribir todas las líneas anteriores para llegar a este final: queremos los lugares donde hemos sido, si se puede decir así, felices.

Voy a seguir paseando.

Y los días van pasando: espero que estéis bien.